El onirismo de Adriana Duarte: el lugar posible

Por Víctor Balbuena
Detenerse y observar la obra de Adriana Duarte es considerar la difusa línea que distingue la vigilia de la ensoñación. Ha concebido un escenario a su medida, su locus amoenus, ese espacio de realizaciones, ideales y utopías.
Su mundo es la reminiscencia de banquetes celebrados bajo un cielo violáceo, halos de luz y arcoíris que, reencauzados, brotan de las frentes, de las bocas y de las manos e irrumpen en el firmamento. Los rostros que pueblan estos paisajes (algunos, de superhadas que son tan místicas como terrenales, acaso reales) se impregnan de la serenidad de quienes vislumbran el sueño y lo transitan en paz. Miradas las suyas, que contemplan ya sea la eternidad o la posibilidad. Contemplan, se animaría uno a decir, a quienes los contemplan.
"Poco sé de la noche/pero la noche parece saber de mí/(...) me cubre la conciencia con sus estrellas", profesa Alejandra Pizarnik[1], poeta. El gran velo nocturno es el lugar posible de Adriana Duarte, el suyo, el que quiso y decidió testimoniar. Lugar, no lugares. En singular, atendiendo su unicidad. Un único espacio habitado por la voluntad, la memoria y los afectos. Es el espacio que, en diferentes ángulos, dimensiones y recodos, es ocupado por el caudal creativo de Adriana, que florece continuamente en tupidos vergeles.
[1] Pizarnik, A. 2003. "La noche". Poesía completa. Barcelona: Lumen